Descripción
Los hermanos, Hazoury, impulsores de Cap Cana, un ambicioso proyecto inmobiliario y turístico emplazado en el este de República Dominicana, eran unos artistas consumados del birlibirloque en los negocios. Unos de sus referentes era Donald J. Trump y lo buscaron para usarlo como gancho en sus planes. El neoyorquino se prestó confiado y publicitó con entusiasmo el proyecto hasta en su programa televisivo The Apprentice.
Poco después, con la excusa del estallido de la burbuja inmobiliaria, Cap Cana dejó en la estacada a varios cientos de compradores, bonistas, bancos y proveedores. Con una deuda en torno a los setecientos cincuenta millones de dólares, también dejaron de pagar a Trump. Versado en todo tipo de jugarretas, el futuro presidente de EE. UU. vislumbró y luego comprobó que sus aprendices se habían creído más listos que él y le habían sisado quince millones.
Osados, habían ideado todo un plan que les enriqueció desorbitadamente, a costa de sus acreedores y del Estado dominicano. Forzaron una quiebra aparente sin más salida para los perjudicados que la quita de deuda (al más puro estilo Trump) y la aceptación como pago de terrenos sin valor. Duchos en sus tratos políticos, los dueños de Cap Cana lograron que la nación, a través del Banco de Reservas, encajase un agujero de doscientos cincuenta millones de dólares. En medio de la opacidad más absoluta, se adueñaron de los mejores solares a precio de vaca muerta, mientras fluía a sus manos dinero sospechoso a espuertas: básicamente, de venezolanos enriquecidos por la corrupción y el narcotráfico del régimen chavista, algunos de ellos perseguidos por la justicia de EE.UU., cuyos agentes federales llegaron a registrar lujosas villas en el megacomplejo, justo con Donald Trump en la Casa Blanca.
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